soy mamá
Qué noche, Teté. Por Magdalena Piñeyrúa
07 Sep 2022
Son las 2 de la mañana y no hace tanto que me dormí. Me despierta un leve quejido que parece venir del cuarto de mis hijos. Como estoy calentita debajo de dos acolchados cruzo los dedos para que la culpable sea la gata en celo que a veces me perturba desde lejos.
Pero enseguida escucho un: “mami… mamita…”. Claramente la gata no me tiene tanto cariño. Me levanto y voy a chequear a mi hijo de 2 años que llorisquea bajito con los ojos cerrados.
Le acaricio la espalda, le susurro palabras de consuelo y rápidamente corro otra vez a la cama a arroparme. Los pies todavía no se me enfriaron del todo. “Qué divino”, pienso equivocadamente, “todavía me queda mucho por dormir”.
A la media hora vuelve el quejido y al rato otra vez y al rato otra y otra. Yo cada vez abro los ojos, salto de la cama, lo consuelo y vuelvo a la cucha corriendo en la oscuridad. Diez veces, quince veces, miles de veces, en una especie de gimnasia nocturna torturante e interminable.
El ciclo sigue por horas y finalmente como a las cinco de la mañana el chiquito murmura que el problema es que un tigre se le metió en la cama. Procedo inmediatamente a echar al felino pero por las dudas y decidida a cambiar de estrategia opto por llevarlo a la cama grande aunque esto implique iniciar un ciclo quizás peor: patada en mi cara, patada en mi cabeza, patada en mi espalda.
La táctica funciona y mi hijo finalmente logra dormirse feliz y libre de toda pesadilla. Yo en cambio, me quedo como el dos de oro, desterrada a un borde de la cama, y dedicada a cosechar esas ojeras y esa tortícolis que me acompañarán durante todo el día. Qué noche, Teté.