“Trabajo como guardavidas hace doce años. En realidad soy nadadora desde los ocho. Mis profesores eran guardavidas y a mí siempre me encantó la playa y el mar, por eso creo que la vida me fue llevando hacia ese lugar. Además, soy licenciada en educación física.

 

Cuando cumplí dieciocho años decidí hacer el curso para convertirme en guardavidas. Es de un año y se debe dar una prueba para ingresar. Entran treinta personas y no se diferencian sexos, por eso en general somos pocas mujeres, porque la condición física del hombre es más fuerte y más veloz en general. En mi curso había veintisiete hombres y tres mujeres recuerdo. En la brigada general hay doscientos varones y solo veinte mujeres. Fue interesante porque te enseñan técnicas de rescate, entre otras cosas. Al terminar el curso y para entrar a trabajar se necesita salvar unas pruebas y yo lo hice.

 

Cuando recién entré a trabajar me tocó ir al río Santa Lucía. No era una playa típica, incluso es hasta más peligroso que una playa común. Fue una experiencia que me encantó. Mi primer rescate fue a un señor, que le vino un infarto porque se tiró al agua luego de comer. Lo veíamos en problemas, nos tiramos, lo sacamos y lo asistimos. Por suerte tuvo un final feliz.

 

Lo más común es rescatar niños, porque a pesar de que nosotros les hablamos a sus responsables, muchas veces los dejan solos igual.

 

Hay playas que tienen peligros puntuales que se marcan con banderines en las orillas, pero cada guardavidas tiene la autonomía técnica de señalizar como le parezca. Las playas nacionales tienen sus peligros, hay que tenerle respeto al agua. Lo mejor es estar en playas con servicios de guardavidas y preguntar las condiciones del agua antes de entrar.

 

Hoy en día sigo nadando en competencia y además trabajo como profesora de educación física en un colegio. La docencia me gusta mucho, pero también me gusta cuidar a la gente. La profesión de guardavidas me ha dado mucha satisfacción, porque se genera un vínculo fuerte con la gente a la que le salvamos la vida”.