soy mamá
Cachorreando, por Magdalena Piñeyrúa
27 Oct 2016
El otro día llamé a mi hijo de 2 años para que viniera hasta donde yo estaba, pero no lo llamé por su nombre.
Tampoco le dije chiquito, ni hijito, ni mi amor. Lo llamé de una forma que me hizo pensar en que hay veces que literalmente lo trato como a un animal.
Para ser más clara: lo convoqué al grito de “Venga, venga, venga…”. Tres veces, y en absoluto tono de señora llamando a su pichicho.
Estoy segura de que más de uno supuso que luego de ese llamado iba a llegar correteando una mascota. Pero no, apareció mi hijo.
Y entonces me di cuenta al escuchar el sonido de mi propia voz, que no es la primera vez que en casa nos relacionamos así… como animales en acción.
Y me acordé de cuando mis hijos juegan a mi alrededor enroscándose entre mis piernas… ronroneando, y de las veces que los descubrí comiendo del piso galletitas llenas de pelo de alfombra… cual perritos con su hueso.
También me acordé de mí misma mostrando los dientes como una tigresa enojada para defenderlos de alguna injusticia… y sobre todo, me vino a la cabeza una imagen que me acompaña casi todas las mañanas, cuando mis dos oseznos juegan con papá oso en la cama derribándose y mimándose entre cosquillas y empujones, disfrutando del mejor bosque de todos.